Lo
sufrimos en las rutas y carreteras, en las vías y estaciones de ferrocarril, en
las calles y hasta en las veredas. En nuestro país, el enorme número de
muertes violentas no las provoca el delito común, sino el flagelo de la
inseguridad vial.
El
sufrimiento que implica esta forma de violencia mortal no sólo acaba con la
vida de las víctimas. La experiencia nos dice que la magnitud de este
flagelo también multiplica su horror en el padecimiento de los sobrevivientes
de manera indecible.
Familias
destruidas, lesiones graves que dejan discapacidades severas, trámites
interminables para lograr alguna reparación económica y sensación permanente de
impunidad.
Porque
las sanciones penales no llegan, porque no hay responsabilidades asumidas, en
fin, porque ante tanto desprecio por la vida humana, los vulnerados deben hacer
un supremo esfuerzo para no sentirse como parias, sujetos sin derechos,
abandonados a su suerte. A pesar de todo, muchos nunca dejarán de hacer
memoria, de buscar la verdad y de exigir justicia. Combatirán con su voluntad
la pérdida de sentido de vivir en sociedad.
Acumulamos
miles de muertes viales por año, y desde el regreso a la democracia son
incontables, decenas de miles, y como sabemos, a la fecha, son muchas más
que el genocidio que provocó el terrorismo de Estado.
Aun
haciendo abstracción de las cifras, para nuestras autoridades y representantes
políticos, la dimensión cualitativa de este flagelo debería significar una señal
evidente de la vulneración de los derechos humanos de las víctimas y de sus
deudos, pero también una advertencia de cuánto y cómo afecta el riesgo vial los derechos humanos de toda
la población.
Derechos humanos vulnerados por
la inequidad en el uso de la vía pública, ciudadanos pobres que no tienen cerca de sus
viviendas ni calles, ni veredas, ni banquinas, ciudadanos-usuarios de trenes
que no tienen ni puertas ni ventanas acondicionadas, ni mínima higiene, y ahora
sabemos ni siquiera frenos como también sucede con las unidades de colectivos.
El Estado
de derecho es nuestro garante, y jamás puede quedar asociado a la violencia
vial, bajo ninguna de sus formas. La infraestructura y el transporte público
exigen controles, sanciones y regulaciones porque cuando fallan, matan
decenas de vidas inocentes y dejan otras más incapacitadas.
¿Qué
lecciones dejará el reguero de muertos que arrojó el choque de una formación
del Ferrocarril Sarmiento en la estación terminal de Once? La cínica
respuesta de uno de los directores de la empresa concesionaria, “el servicio de
TBA es aceptable”, indigna pero no sorprende.
Porque
hace años que el viaje en esa línea de trenes es un suplicio cotidiano para
todos los usuarios, y para todos aquellos que sin serlo tienen sensibilidad
para escuchar los reclamos. ¿Quedarán, como tantas otras veces inermes las
víctimas y sus deudos, abrumados por las marchas y contramarchas de los testimonios,
las pruebas técnicas y las pericias, mientras se entumece la cadena de
responsabilidades sin que aparezca nadie que dé la cara? No basta con señalar a terceros. La seguridad vial es materia del
Estado porque es un bien común y una cuestión de derechos humanos.
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